lunes, 12 de septiembre de 2016

Compromiso

Últimamente me han saltado a la vista los efectos en el tejido social y subjetivo que ha tenido la firma del “Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”, por amañada que sea la pregunta que esgrime el plebiscito.

Uno de esos efectos –uno que compite por el podio de mi favoritismo personal y pierde por poco– es la principal consecuencia de dos periodos seguidos de Santismo en la política colombiana. Se trata del enervamiento exponencial y sistemático del Uribismo mediante una infinidad de estrategias, algunas creativas y precisas, otras más bien bajas y sosas, sin contar los accidentes que rodean al Partido de la U (“U” que era de Uribe y no de “Unión”, claro está) y demás acontecimientos externos a la voluntad. Para decirlo con claridad: a veces se necesita un bufón para desenmascarar a un fanático. Deben estar las tiendas naturistas vendiendo valeriana a cuatro manos, pa’ que vea que trabajo si hay.

La firma del acuerdo junto con las manifestaciones públicas, las campañas publicitarias, el movimiento en redes sociales, destituciones, entre otros, ha sido catalizador suficiente para reafirmar fracturas ideológicas al interior de cada partido político colombiano, siendo estas las divisiones que ya estaban esbozadas desde tiempo atrás. Recordándome a Molière, lo repentino de este movimiento termina por develar, de golpe, a los tartufos de nuestro tiempo que, desvergonzados y librados de culpa como los “ciudadanos de bien” que son, salen afanosas de su escondite como alimañas domésticas que huyen del sol buscando oscuridad, amparo y territorio en otros campos más cómodos para sus propias ambiciones carroñeras. Los domingos los veremos a ojo cerrado repitiendo el Yo pecador mientras, de rodillas, se hacen notar; hasta la indulgencia les sale barata a los terratenientes.

Claramente, no son los ciudadanos investidos con el poder estatal los únicos que se ven develados (es decir, privados de velos) por la vertiginosidad de los acontecimientos. Álgidas discusiones se instalan sin delicadeza alguna en las familias, en los grupos de amigos que se reúnen los viernes o sábados cada tanto, en las parejas de novios adolescentes y los salones de clase, aquí y allá. Ha aflorado con particular violencia la tiranía de las personas “del común” que no están dispuestas a ceder ni escuchar, que gustosas impondrían su opinión sobre el otro, que no pueden coexistir, que no saben conversar. La dificultad que tenemos, más que política, es social.

Me causa gran inconformidad ver cómo somos un país tan profundamente intolerante. No tiene caso apostarle a ninguna paz si sólo se hace con la motivación de erradicar al otro, es decir, en aras de hacer que algo o alguien deje de existir. Si fuéramos a hacer una Pedagogía para la paz efectiva, habría que dedicar por lo menos un par de horas a aclarar la diferencia entre un acuerdo y un exterminio, porque evidentemente se nos olvida no es lo mismo “convivir en paz” que “descansar en paz”. Que la impartan los supervivientes de El Aro, por favor, y de paso diferenciamos la palabra “convivir” de las Convivir.

Intentaré ejemplificar un poco más los efectos de develamiento que mencioné:
  • Uno tiene que ser bastante narcisista e infantil como ser humano para esperar la total sumisión del otro ante los propios caprichos, deseos o principios, aún si cuenta con los argumentos para ello; un berrinche no deja de ser tal incluso si el niño o la niña tienen la razón.
  • Así mismo, es necesario un rasguito paranoico para tener la constante impresión de que el otro te va a someter, te va a hacer daño, te despojará de lo tuyo y arruinará todo aquello por lo que has trabajado toda tu vida.
  • También, una persona tendría que ser muy orgullosa y necesitada de atención para buscar el reconocimiento de todos los otros (sea con la familia o los amigos, en persona, en televisión o en redes sociales, a nivel nacional o internacional)  por cada una de sus pequeñas acciones o ideas; me recuerda al comportamiento normal de los niños que llevan sus pequeñas producciones a sus padres para ser felicitados por ellas.
Hay más develamientos, pero estos tres bastan por ahora para hacerme entender y para preguntarnos: ¿no serán estas, más bien, revelaciones de algunos de sus rasgos, de algo que también son estas personas además del lado más amable que ya conocemos? Porque no creo que firmar papeles tenga el efecto de engendrar psicopatologías. Caso contrario, habrá que escribir a la OMS para que contraindique esta práctica.


Sin embargo, el efecto que hasta ahora ha sido mi favorito es otro. Se trata de algo de lo que se ha hablado bastante últimamente, así que seré resumido. Creo que por primera vez desde el alzamiento en armas como consecuencia de los eventos circundantes a la masacre de las bananeras (1928), parece posible concebir una salida pacífica y dialogada a los últimos restos de diferencias ideológicas irreconciliables en el territorio político. Sea por medio de este acuerdo o de otro, con cada uno de los recovecos que fulano le quiera agregar y mengano le quiera quitar al papel, pero por primera vez al menos en mi vida parece una posibilidad real. Me pregunto por el impacto, el efecto subjetivo, que esto tiene en las personas que han estado de verdad sumergidas entre la sangre, el barro y la pólvora; confieso que me emociono y enternezco con la idea de que quizá llegue el día en que los podamos entrevistar.

A su vez, hay consecuencias interesantes en el tejido social mundial, aunque no podemos vislumbrar aún su alcance. ¿Qué pensarán los nativos europeos cuando les cuentan que existe un paisito del “nuevo mundo” en el que gente de esa dizque tercermundista negociando acerca de cómo pueden vivir en paz mientras ellos se encuentran bajo el lamentable flagelo de la discriminación, el extremismo ideológico y la recesión económica? Si uno se guiara por los estándares tradicionales, entonces habría que concluir que esto anda patas arriba. Y bueno, ya que la estrategia más efectiva y empática que ha producido el mundo contemporáneo para acompañar el sufrimiento de las personas o a las causas nobles son aplicaciones para poner churumbelitos en las fotos de perfil de Facebook – ¡6 mil años de cultura humana desde la invención de la escritura para llegar a eso! –, quizá un granito de esperanza caiga mejor esta vez.

Llegados a este punto, viene a mi mente el concepto de Formación de compromiso de Freud. Para ser conciso, hace referencia a que en el aparato psíquico (entiéndase “mente”) hay una diversidad de fuerzas, motivaciones e impulsos que son contradictorios e irreconciliables entre ellos, dando así origen al conflicto psíquico. Para hacer frente a esto, el recurso que –para Freud– tenemos es la formación de síntomas: la producción de actos que no entendemos del todo e incluso a menudo ni siquiera nos percatamos de ellos (en ese sentido, dirá que son inconscientes), que tienen la particularidad de satisfacer en una pequeña medida a cada uno de esos impulsos contradictorios que habitan en nosotros, dejando así una gran insatisfacción general y un monto de angustia o desesperación considerables, que comúnmente se expresan como vergüenza, culpa, tristeza, rabia, euforia sostenida o ansiedad.

Traigo este concepto para pensar en que un acuerdo de paz que es, literalmente, una “formación de compromiso”. En este caso, no es una rendición por parte de las FARC-EP puesto que no abandonan sus ideales ni se disuelven radicalmente –no, no es un exterminio pactado y firmado–, sino que abandonan los medios por los cuales han intentado alcanzarlos hasta ahora; tampoco es una rendición por parte del Estado porque no abandona su legitimidad ni se disuelve, sino que maniobra (ojalá con precisión) para promover la reintegración digna a la vida civil de todas las personas que habitan su territorio nacional con todo lo que eso significa, es decir que se trata de un proceso que debería reafirmar al Estado en cuanto tal. Vale la pena diferenciar, como hace Leila Guerriero, un “Estado civil de derecho” de una máquina que consume personas y escupe huesos; luego les comparto algo de ella.

Ya que estas dos (el Estado y las FARC-EP) y muchísimas otras fuerzas que habitan nuestro país son profundamente irreconciliables ideológicamente, hoy pienso que un buen acuerdo sería aquel que nos dejara a todos insatisfechos por igual, siempre y cuando promueva la integridad –pero no la satisfacción, hago un énfasis aquí– del estado y de los que participamos de él, cosa que implica la renuncia a la vía armada y acoger la dinámica de la conversación y el voto popular propios de la democracia. No hay acuerdo si nadie cede, no hay paz sin compromisos, no hay convivencia posible sin renuncias e insatisfacción, sin malestar, y eso aplica para ellos, para nosotros y para todos los que elegimos vivir en sociedad.

Viéndolo desde esta perspectiva, concluyo que en vez de haber un exceso de cambios propuestos en el acuerdo –como bastante he escuchado decir por estos días–, han hecho falta transformaciones todavía más contundentes para dar fuerza a la reorganización que hace falta en la ley colombiana desde la fundación de la Patria Boba, por allá en la primera década de 1800, y que ha terminado por devenir en una serie de deposiciones colosales que no creo que haga falta siquiera mencionar aquí. 

Agrego: Dios nos libre de un magnicidio o un atentado del extremismo (diestro o zurdo) justo ahora… pero si calcáramos con juicio el transcurso de esta historia tricolor, pues algo así es lo que seguiría para fracturar el porvenir que a duras penas se comienza a crear. ¡Ay Nietzsche! Vos y tu Eterno retorno de lo mismo. Hoy quiero no tener razón.



[Escrito: viernes 10/09/2016. Corregido: lunes 12/09/2016]

Bizcocho

– Ven, por favor no me digas “bizcocho” que me va dando algo.
– ¿Y qué te da, bizcocho? –dice con voz seductora.
– Asquito.


[Escrito: domingo 04/09/2016]

Labios

– ¿Qué tengo en mis labios que no has dejado de mirarlos?
– Un beso.
– ¿Qu… –


[Escrito: martes 23/08/2016]