Últimamente me han saltado a la vista los efectos en el tejido social y
subjetivo que ha tenido la firma del “Acuerdo
final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y
duradera”, por amañada que sea la pregunta que esgrime el plebiscito.
Uno
de esos efectos –uno que compite por el podio de mi favoritismo personal y
pierde por poco– es la principal consecuencia de dos periodos seguidos de
Santismo en la política colombiana. Se trata del enervamiento exponencial y
sistemático del Uribismo mediante una infinidad de estrategias, algunas
creativas y precisas, otras más bien bajas y sosas, sin contar los accidentes
que rodean al Partido de la U (“U” que era de Uribe y no de “Unión”, claro
está) y demás acontecimientos externos a la voluntad. Para decirlo con
claridad: a veces se necesita un bufón para desenmascarar a un fanático. Deben
estar las tiendas naturistas vendiendo valeriana a cuatro manos, pa’ que vea
que trabajo si hay.
La
firma del acuerdo junto con las manifestaciones públicas, las campañas
publicitarias, el movimiento en redes sociales, destituciones, entre otros, ha
sido catalizador suficiente para reafirmar fracturas ideológicas al interior de
cada partido político colombiano, siendo estas las divisiones que ya estaban
esbozadas desde tiempo atrás. Recordándome a Molière, lo repentino de este
movimiento termina por develar, de golpe, a los tartufos de nuestro tiempo que,
desvergonzados y librados de culpa como los “ciudadanos de bien” que son, salen afanosas de su escondite como alimañas
domésticas que huyen del sol buscando oscuridad, amparo y territorio en otros campos
más cómodos para sus propias ambiciones carroñeras. Los domingos los veremos a
ojo cerrado repitiendo el Yo pecador mientras, de rodillas, se hacen notar;
hasta la indulgencia les sale barata a los terratenientes.
Claramente,
no son los ciudadanos investidos con el poder estatal los únicos que se ven develados
(es decir, privados de velos) por la vertiginosidad de los acontecimientos. Álgidas
discusiones se instalan sin delicadeza alguna en las familias, en los grupos de
amigos que se reúnen los viernes o sábados cada tanto, en las parejas de novios
adolescentes y los salones de clase, aquí y allá. Ha aflorado con particular
violencia la tiranía de las personas “del
común” que no están dispuestas a ceder ni escuchar, que gustosas impondrían
su opinión sobre el otro, que no pueden coexistir, que no saben conversar. La
dificultad que tenemos, más que política, es social.
Me
causa gran inconformidad ver cómo somos un país tan profundamente intolerante.
No tiene caso apostarle a ninguna paz si sólo se hace con la motivación de
erradicar al otro, es decir, en aras de hacer que algo o alguien deje de
existir. Si fuéramos a hacer una Pedagogía para la paz efectiva, habría que
dedicar por lo menos un par de horas a aclarar la diferencia entre un acuerdo y
un exterminio, porque evidentemente se nos olvida no es lo mismo “convivir en paz” que “descansar en paz”. Que la impartan los
supervivientes de El Aro, por favor, y de paso diferenciamos la palabra “convivir” de las Convivir.
Intentaré
ejemplificar un poco más los efectos de develamiento que mencioné:
- Uno tiene que ser bastante narcisista e infantil como ser humano para esperar la total sumisión del otro ante los propios caprichos, deseos o principios, aún si cuenta con los argumentos para ello; un berrinche no deja de ser tal incluso si el niño o la niña tienen la razón.
- Así mismo, es necesario un rasguito paranoico para tener la constante impresión de que el otro te va a someter, te va a hacer daño, te despojará de lo tuyo y arruinará todo aquello por lo que has trabajado toda tu vida.
- También, una persona tendría que ser muy orgullosa y necesitada de atención para buscar el reconocimiento de todos los otros (sea con la familia o los amigos, en persona, en televisión o en redes sociales, a nivel nacional o internacional) por cada una de sus pequeñas acciones o ideas; me recuerda al comportamiento normal de los niños que llevan sus pequeñas producciones a sus padres para ser felicitados por ellas.
Sin
embargo, el efecto que hasta ahora ha sido mi favorito es otro. Se trata de
algo de lo que se ha hablado bastante últimamente, así que seré resumido. Creo
que por primera vez desde el alzamiento en armas como consecuencia de los
eventos circundantes a la masacre de las bananeras (1928), parece posible concebir
una salida pacífica y dialogada a los últimos restos de diferencias ideológicas
irreconciliables en el territorio político. Sea por medio de este acuerdo o de
otro, con cada uno de los recovecos que fulano le quiera agregar y mengano le
quiera quitar al papel, pero por primera vez al menos en mi vida parece una
posibilidad real. Me pregunto por el impacto, el efecto subjetivo, que esto
tiene en las personas que han estado de verdad sumergidas entre la sangre, el
barro y la pólvora; confieso que me emociono y enternezco con la idea de que quizá
llegue el día en que los podamos entrevistar.
A
su vez, hay consecuencias interesantes en el tejido social mundial, aunque no
podemos vislumbrar aún su alcance. ¿Qué pensarán los nativos europeos cuando
les cuentan que existe un paisito del “nuevo
mundo” en el que gente de esa dizque tercermundista negociando acerca de
cómo pueden vivir en paz mientras ellos se encuentran bajo el lamentable
flagelo de la discriminación, el extremismo ideológico y la recesión económica?
Si uno se guiara por los estándares tradicionales, entonces habría que concluir
que esto anda patas arriba. Y bueno, ya que la estrategia más efectiva y
empática que ha producido el mundo contemporáneo para acompañar el sufrimiento
de las personas o a las causas nobles son aplicaciones para poner churumbelitos
en las fotos de perfil de Facebook – ¡6 mil años de cultura humana desde la
invención de la escritura para llegar a eso! –, quizá un granito de esperanza
caiga mejor esta vez.
Llegados
a este punto, viene a mi mente el concepto de Formación de compromiso de Freud. Para ser conciso, hace referencia
a que en el aparato psíquico (entiéndase “mente”)
hay una diversidad de fuerzas, motivaciones e impulsos que son contradictorios
e irreconciliables entre ellos, dando así origen al conflicto psíquico. Para hacer
frente a esto, el recurso que –para Freud– tenemos es la formación de síntomas:
la producción de actos que no entendemos del todo e incluso a menudo ni
siquiera nos percatamos de ellos (en ese sentido, dirá que son inconscientes), que tienen la
particularidad de satisfacer en una pequeña medida a cada uno de esos impulsos
contradictorios que habitan en nosotros, dejando así una gran insatisfacción
general y un monto de angustia o desesperación considerables, que comúnmente se
expresan como vergüenza, culpa, tristeza, rabia, euforia sostenida o ansiedad.
Traigo
este concepto para pensar en que un acuerdo de paz que es, literalmente, una “formación de compromiso”. En este caso,
no es una rendición por parte de las FARC-EP puesto que no abandonan sus
ideales ni se disuelven radicalmente –no, no es un exterminio pactado y
firmado–, sino que abandonan los medios por los cuales han intentado
alcanzarlos hasta ahora; tampoco es una rendición por parte del Estado porque
no abandona su legitimidad ni se disuelve, sino que maniobra (ojalá con
precisión) para promover la reintegración digna a la vida civil de todas las
personas que habitan su territorio nacional con todo lo que eso significa, es
decir que se trata de un proceso que debería reafirmar al Estado en cuanto tal.
Vale la pena diferenciar, como hace Leila Guerriero, un “Estado civil de derecho” de una máquina que consume personas y
escupe huesos; luego les comparto algo de ella.
Ya
que estas dos (el Estado y las FARC-EP) y muchísimas otras fuerzas que habitan
nuestro país son profundamente irreconciliables ideológicamente, hoy pienso que
un buen acuerdo sería aquel que nos dejara a todos insatisfechos por igual,
siempre y cuando promueva la integridad –pero no la satisfacción, hago un
énfasis aquí– del estado y de los que participamos de él, cosa que implica la
renuncia a la vía armada y acoger la dinámica de la conversación y el voto
popular propios de la democracia. No hay acuerdo si nadie cede, no hay paz sin
compromisos, no hay convivencia posible sin renuncias e insatisfacción, sin
malestar, y eso aplica para ellos, para nosotros y para todos los que elegimos
vivir en sociedad.
Viéndolo
desde esta perspectiva, concluyo que en vez de haber un exceso de cambios
propuestos en el acuerdo –como bastante he escuchado decir por estos días–, han
hecho falta transformaciones todavía más contundentes para dar fuerza a la
reorganización que hace falta en la ley colombiana desde la fundación de la
Patria Boba, por allá en la primera década de 1800, y que ha terminado por
devenir en una serie de deposiciones colosales que no creo que haga falta
siquiera mencionar aquí.
Agrego: Dios nos libre de un magnicidio o un atentado del extremismo (diestro o zurdo) justo ahora… pero si calcáramos con juicio el transcurso de esta historia tricolor, pues algo así es lo que seguiría para fracturar el porvenir que a duras penas se comienza a crear. ¡Ay Nietzsche! Vos y tu Eterno retorno de lo mismo. Hoy quiero no tener razón.
Agrego: Dios nos libre de un magnicidio o un atentado del extremismo (diestro o zurdo) justo ahora… pero si calcáramos con juicio el transcurso de esta historia tricolor, pues algo así es lo que seguiría para fracturar el porvenir que a duras penas se comienza a crear. ¡Ay Nietzsche! Vos y tu Eterno retorno de lo mismo. Hoy quiero no tener razón.
[Escrito: viernes
10/09/2016. Corregido: lunes 12/09/2016]