Últimamente, por esos
azares de la vida, me he encontrado con algunas conocidas y amigas de otros
tiempos. No todos los días uno tiene la gran posibilidad de traer a la vida los
recuerdos, unos más bellos que otros, y hablar de tiempos pasados, épocas que
al menos una vez al año vale la pena rememorar.
Sin embargo, a la par con
la nostalgia y la alegría de recordar con alguien más, un terror me ha abordado
al hablar con varias de ellas. Aquellas han sido ocasiones en parte
desgraciadas, al menos para mí, por asuntos estéticos: ver en sus rostros esos
pómulos salidos, los brazos delgados y carentes de fortaleza, sonrisas que
parecen ser reproducciones fieles, idénticas unas de otras pero absolutamente
distantes de las sonrisas de antaño… las cejas sacadas, los cachetes chupados,
manierismos en los gestos que han perdido toda naturalidad, sus voces aisladas
de toda calidez real. No podría hablar de la ropa sin hacer alusión directa,
así que lo omitiré.
Y bueno, algo más… las
arrugas. Esas dosis de rumba, alcohol, drogas, trasnocho, estudio pesado y
energizantes pasan su cuota en unos más caros que en otros. Añejarse me parece
hermoso siempre y cuando uno sepa cómo; sin embargo los rostros siempre
muestran cómo ha sido el propio proceso. He visto rostros que han quedado con
las marcas de la angustia constante, de la ansiedad o de la tristeza, incluso
de la culpa o la rabia; han hecho presencia en la piel, en los gestos que
quedaron congelados en el tiempo en un ojo mucho más abierto que otro, con una
ceja exaltada y el seño fruncido. Y ya ni siquiera se dan cuenta de que siguen
haciendo esa cara. ¡No saben el horror que me producen! ¡Ni se lo imaginan!
Bien podría explicar
algunos asuntos por genética, por ejemplo un párpado caído o una calvicie
incipiente a los 23, está bien. Pero no puedo explicar así, tan olímpicamente,
los rastros que dejan en la piel las emociones fuertes y vividas
constantemente. No hay tanto misterio en eso: si alguien tiene automáticamente
cara de angustia, es bastante probable que su vida le resulte angustiante o
estresante. Y eso sin contar lo de los pómulos, porque ya son varias que han
optado por buscar un supuesto peso ideal y han terminado por hacer de ellas
mismas poco más que un esqueleto… tendría uno que ser necrofíloco para acostarse
con ellas; pero cada quién. A más de una le quedó un pliegue de piel sobrante
en lo que algún día fue la delicada piel que se haya entre la boca y los
cachetes. Tampoco sobran las patas de gallo antes de los 25, o las ojeras oficializadas
como color de piel permanente.
Curiosamente son algunas
de las mujeres que habitan en mi vida, en el caso de los hombres no parece
reflejarse tanto. Imagino que tiene que ver con el modo en que he elegido a mis
amigos y mis amigas, porque en los mundos de otras personas debe ser de otros
modos.
Mi interés, más que
criticar, es desahogarme de lo aterrorizante que esto me parece. ¡Muchas de
ellas eran tan hermosas! Lo que han hecho consigo mismas es, cuando menos, un
crimen contra la estética; pero especialmente, ha sido un crimen contra su
propia humanidad. Me causa tristeza, lo juro.
Al preguntarles, cada una
ha tenido sus motivos para trasnochar, para angustiarse, para beber, para
consumir, y no falta quién sienta orgullo por eso, como es el caso de algunos
pichones profesionales que miden su habilidad con las horas de estudio y
trasnocho. Parecieran sentirse orgullosos por la velocidad con la que sus ojos
pierden el brillo que algún día los caracterizó. La belleza (que es distinta al
maquillaje, recuerden) es también un signo de salud, y es consecuencia de vivir
felizmente.
Me encantaría decirles que
buscaran cómo vivir felices con su vida ojalá por amor a ellas mismas, pero
cuando menos por amor al arte. Tres de ellas insisten en buscar parejas que las
saquen de quicio, dos han optado por la reincidencia, otras se arrojaron a la
resignación a la soltería con la ansiedad que esta les produce y no digo más.
¡Mierda! Es que pareciera que no se dan cuenta de que se vuelven mierda. Y, de
verdad, las nuevas flacas son un sacrilegio en sí mismas; sus estrías las
delatarán, lo siento mucho por ellas que intentan compensar en amores lo que
prefieren no comer para verse deseables para ni-ellas-saben-quién, para todos y
ninguno, para lo insaciable de ellas mismas y alguna sociedad de consumo.
Insisten en que es necesario mortificarse para que alguien las ame… bueno, ¡las
amará el sepulturero! O el psiquiatra, imbéciles.
Admito que tengo rabia con
ellas porque, a mi juicio y para mi gusto, han arruinado su belleza.
Destrócense en paz, pero yo no las quiero ver acabar por completo con el brillo
que ni ustedes sabían que tenían, no las quiero ver cambiarse para intentar ser
como esos cuerpos de las portadas en las revistas, muchos de esos cuerpos
carecen de pasión y las veo a ustedes más resistentes que apasionadas. Una de
esas apáthicas me preguntó por qué no conseguía pareja y, aun queriendo
decirlo, preferí contener mi respuesta. No me pareció prudente decirle en
público que se buscara algún coprofílico, alguien que pudiera amarla por lo que
por lo que ella era ahora, es decir, lo que había hecho de sí.
Las doy por perdidas. Si
alguna se salva de la mortificación a la que se han sometido, me alegraré y lo
llamaré milagro o transformación, pero no doy un peso por ninguna de ellas aun
cuando me gustaría volver a verlas sonreír como hace tantos años, cuando aun
recordaban cómo sentir con sinceridad, cuando aun las invadía la intensidad del
apasionamiento y aun no se habían decidido tan claramente a ser tan infelices.
Las veo y confirmo que lo
mío no es la copro-necrofilia.
[Escrito: martes 24/06/2015]
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