No creo que tenga que explicarles qué es un meme; si les
hace falta, entonces les dejo un link en las notas. Este está hecho sobre el
“Yo dawg” de Xzibit, para los que nos vimos Pimp My Ride. Ahora, manos a la obra.
El chiste es bueno y bastante acertado, pero nos sirve
para apuntar a una pregunta: ¿Por qué
carajos alguien tendría que hacer un esfuerzo monumental –y por monumental
me refiero al ladrillo que es Ser y
tiempo, sin contar el resto– para
hablar del ser que es mientras se es, mientras se está? No creo ser
negligente al asumir que algún motivo tendría Martín Heidegger para eso además
de simple ociosidad, y que tendremos que rastrearlo con lupa en su obra y en la
historia para poder encontrarlo; después de todo él era medio megalómano, sólo
se esforzaría tanto si estuviera seguro de que está tras algo muy grande. Sin
embargo hoy no seré tan cuidadoso, sólo quiero plantear la cuestión.
Siempre recuerdo el apartado al principio de la Carta sobre
el Humanismo donde Heidegger intenta –como
puede, y sin dejar la pesadez alemana que Schopenhauer supo señalar de una sola
punzada certera– aclarar la relación que el ser lleva a cabo con su ser en el
acto de pensar; ¡esta es la operación heideggeriana por excelencia!
Estamos muy lejos de pensar la esencia del actuar de modo
suficientemente decisivo. Solo se conoce el actuar como la producción de un
efecto, cuya realidad se estima en función de su utilidad. Pero la esencia del
actuar es el llevar a cabo. Llevar
a cabo significa desplegar algo en la plenitud de su esencia, guiar hacia ella,
producere. Por eso, en realidad solo se puede llevar a cabo lo que ya es. Ahora
bien, lo que ante todo «es» es el ser. El pensar lleva a cabo la relación del
ser con la esencia del hombre. No hace ni produce esta relación. El pensar se
limita a ofrecérsela al ser como aquello que a él mismo le ha sido dado por el
ser. Este ofrecer consiste en que en el pensar el ser llega al lenguaje. El
lenguaje es la casa del ser. En su morada habita el hombre. Los pensadores y
poetas son los guardianes de esa morada. Su guarda consiste en llevar a cabo la
manifestación del ser, en la medida en que, mediante su decir, ellos la llevan
al lenguaje y allí la custodian. El pensar no se convierte en acción porque
salga de él un efecto o porque pueda ser utilizado. El pensar solo actúa en la
medida en que piensa. Este actuar es, seguramente, el más simple, pero también
el más elevado, porque atañe a la relación del ser con el hombre. Pero todo
obrar reside en el ser y se orienta a lo ente. Por contra, el pensar se deja
reclamar por el ser para decir la verdad del ser. El pensar lleva a cabo ese
dejar. Pensar es: l'engagement par l'Etre pour l'Etre.
La expresión en francés del final traduce literalmente ‘el compromiso por el ser para el ser’. Como
puede, ¿no? Tanto aquí como en la mayoría de sus obras él se encarga de poner
de relieve aquellos puntos de inflexión de la vida humana en donde parece
haberse olvidado que una persona (un existente) es mientras es, o digamos,
mientras está (ente). ¿Por qué? Porque a su juicio se le había extraído
plenamente: La metafísica hablaba de un ser etéreo, un ser que nunca estaba y
por eso no devenía, mientras que la física se encargó de hablar de un ser
estático que si estaba, pero que nada tenía que ver con la existencia humana.
De ahí la importancia del concepto Dasein,
que no tiene caso intentar traducir.
Así Martín Heidegger hace diversos recorridos a lo largo
de la historia, trayendo conceptos y describiendo los contextos y sentidos que
los rodeaban, en los que tenían la consistencia propia de los mismos. En este
proceso hace señalamientos puntuales de cómo habría ocurrido esta llamativa
extracción paulatina y nunca deja de hacer hincapié en cómo se acentuaba al ser
en estas. Por ejemplo, y no planeo traer la cita porque me da pereza, cuando
distingue entre el Zoon y el Bíos en la Grecia antigua, siendo el Zoon una noción que refería a los seres
vivos en general (incluyendo a los hombres) mientras que el Bíos hablaba de la vida humana
propiamente y ponía de relieve la dimensión ética que rodeaba a esta noción: lo
propio del Bíos es la capacidad de
elegir qué hacer con su vida, siendo ya una cuestión eminentemente ética.
Dejando a Heidegger descansar en aquella casita en la
selva negra, uno podría comenzar a investigar nuestra cuestión de cómo y por
qué se extrajo al ser del ser a partir de los indicios de la lingüística
platónica. Me dirán protestando: “¡pero Platón no tiene una lingüística!” los ortodoxos
–con énfasis en el ‘orto’– , bueno, pues claro que si la tiene. Relean El
Sofista, allí se introduce una distinción entre nombre (όνομα) y verbo (ρήμα)
que no existía antes, y se pone en juego a través del juego de roles que es el
diálogo mismo, una disposición de representaciones. Intentaré hacerme entender.
Antes de esta lingüística rudimentaria, que es la que da
pie después del desarrollo de los juegos y horrores silogísticos de
Aristóteles, estaba la de Antístenes, el primer cínico, un sujeto desencantado
que decidió reducir todo a nombres (όνομα),
a sujetos, en vez de plantear jerarquías. Casa, perro, árbol, daga, comida,
paja, tierra, barril, Alejandro (Magno, pero sin el “magno”), atardecer etc.
Con la distinción introducida en el trabajo platónico, se hace posible afirmar
la verdad: Lo verdadero es un verbo (ρήμα),
digamos, un predicado, que diga cosas acertadas acerca del nombre (όνομα), es decir, un sujeto. Esa mera operación es un
cambio gigantesco en occidente, porque es lo que provocará el surgimiento del
empirismo como forma de comprobación de la verdad de los enunciados, tachando
como mentira todo lo que no sea comprobable.
Así, con una simple distinción aparecida en un diálogo
que suele pasarse por menor, la imaginación, la fantasía y el malestar psíquico
quedan relegados al territorio de la mentira por carecer de evidencia. Esta
distinción entre “Verdad” y “Mentira” nos ha costado suficiente, y aun se lleva
a la tumba a tantos amores que valdría la pena sacudir a Platón de la suya sólo
para pagarle el favor.
Cuando estaban sólo los nombres (όνομα), cada cosa tenía su ser consigo puesto que no había
necesidad de decir nada más para aclararlo. Con la aparición del predicado, de
lo que Platón llama verbo (ρήμα), se
plantea una nueva posibilidad: Un predicado que no diga la verdad acerca del
sujeto, es un enunciado que carece de ser. Si yo digo “el cielo es verde”, en
la medida en que eso no es verdadero, bajo la lingüística platónica mi
enunciado no hablaría de un ser en lo absoluto; se le extrae el ser a lo que no
es verdadero, a lo que es falso, a las apariencias, a las mentiras. No será
sino hasta Freud en 1900 en que se le devuelva algún efecto de verdad a las
fantasías, a los chistes y las mentiras, a aquello que no tiene evidencia más
que la vida subjetiva.
De esta manera, el nombre
(όνομα) terminó subsumiendo al
predicado, haciendo imposible hablar de algo que no fuera verdad… y ya
que la verdad es tan esquiva, se le dio aires trascendentales (de mundo de las
ideas en el que hay sólo nombres o Ideas puras, de realidad inaccesible) y fue
mejor quedarse callado con el tiempo, tal como en la edad media ante la
inquisición. Bajo el efecto de esta nueva jerarquización, bajo el silencio el verbo (ρήμα), algo del ser se le escapa
al sujeto en la medida en que ya no es suficiente para sí mismo pues no basta
con decir un nombre para decir la verdad, y al mismo tiempo nada se puede
predicar sobre él con tranquilidad o certeza porque seguramente será mentira o falsedad,
de manera que el sujeto (como en el primer momento de Lacan, el platónico Lacan
de la lingüistería) será únicamente la suma de lo que se predica acerca de él,
pero estos predicados jamás lograrán palpar aquello que el ser es.
Un ejemplo de esto es el ejercicio de preguntarle a
alguien ¿Quién es usted? Responderá “yo me llamo José David, soy Psicólogo de
la Universidad de San Buenaventura, soy hijo único, nací en Medellín, etc.”
Según la tradición más esencialista, podría cambiar cada una de esas cosas y mi
“esencia” no cambiaría, seguiría siendo yo, sólo cambiarían los accidentes.
Pero Heidegger en este punto será vehemente: toda esencia es existencia, todo
lo que está presente es lo que uno es.
Este mutuo vaciamiento es el pecado de la dialéctica,
incluyendo la hegeliana que, como señalan Deleuze y Foucault, terminan por
definir a lo uno por lo contrario que sólo es tal (oponible y contrario) en el
plano de inmanencia en que todo es definido como rojo o no rojo. Así, el rojo
queda vaciado de sentido y de ser, y el no rojo se define alrededor del vacío
del rojo. Aquella es la misma estructura del delirio y la forclusión, pero
también del trauma y del fantasma neurótico que tiene a lo imposible, que
empuja hacia el terror.
Ejemplo de esto es que no sabemos qué es un hombre, pero
se lo ha definido por no ser mujer y denigrando de estas. Esto lleva a una
reivindicación del predicado antes que del nombre (por ejemplo en la
fenomenología o en la asociación libre), dando lugar primero al movimiento
feminista que a repensar al hombre o a la masculinidad con claridad y seriedad,
la seriedad que amerita esta pregunta hoy: El hombre ha perdido el ser y la
mujer, vuelta quimera viciada, se debate entre el ideal de mujer
fálica-poderosa y su deseo que ahora bien puede parecer inmoral por querer ser
mantenida o invitada, deseo propio de la humanidad y no de la feminidad, ser
perezosa.
También hay un vaceamiento del ser al condenar los
pecados capitales, al condenar e intentar expurgar la humanidad en la edad
media. Parecieran buscar un homúnculo, como en Fulmetal Alchemist Brotherhood,
un Padre, un ideal proto-humano. En aquella extracción que a menudo intentaban
realizara la fuerza, nacen los mártires, los beatos y los santos, sujetos que
erradicaron y ocultaron como pudieron sus goces y flagelaron su propia carne
demeritándola ante su alma “pura”, desvaneciéndose de su propio cuerpo para ser
bien vistos por Dios. ¿Acaso se trata de un Dios tan perverso que desea y goza
de aquello? Se entiende por qué la carne pasó a ser del dominio médico
(cirugía) y legal (habeas corpus), mientras que el goce pasó a ser pecado y
sólo fue reivindicado y reenlazado con la “sustancia gozante” de Lacan: Aquella
carne, aquel cuerpo que goza.
Ese fue el freagmento que se perdió en la división res
extensa-res cogitans de Descartes: Se perdieron el impulso, el goce, el
disfrute, la fantasía y la posibilidad de creación en la búsqueda a ultranza de
La Verdad, porque esta nos prometía lo que habíamos perdido y más, nos prometía
el goce de dios, la omnipotencia, la omnisapiencia y la omnipresencia que
implica hacerse uno con tal deidad… pero, en vida, jamás alcanzamos más verdad
que la certeza de nuestra propia muerte inminente.
Este ser vaceado de pecados capitales, de impulsos
carnales y pulsionales, es el mismo ser ilustrado que el asumido kantiano
plantea: un ser desprovisto de inclinaciones, que sepa callarlas para obedecer
el deber y así actuar moralmente; es el ser de la Razón, del imperativo
categórico.
Es un ser aun más muerto que el medieval: por lo menos
los padres eran pedófilos, pederastas, guerreros, corruptos, sedientos de
poder, sanguinarios, tramposos mentirosos… por lo menos tenían una ilusión que
los impulsaba a ser píos en contra de su propia naturaleza empantanadamente
humana. Pero no, ¡Kant es un maldito santo! Es aberrante, es un sujeto que
obedece al deber porque debe, porque le debe obediencia desde la razón. Su
proyecto ilustrado es aun más fuerte que la ambigua moral cristiana, porque la
razón es mucho más despótica que un tirano caprichoso; la lógica (“razón”)
kantiana es impávida como un reloj que nos va devorando a todos con su inmundo
tic-tac, tal como hizo Cronos con sus hijos.
Su proyecto de la Paz perpetua es el culmen sociopolítico
de la extirpación del ser al ser, de la extracción de la humanidad a las
personas que él propone serán las fichas de su máquina impávida. Gran sorpresa
se hubiera llevado Immanuel Kant si supiera que, poco más de doscientos años después
de su producción, entre el cine y la televisión ilustrarían atinadamente lo que
él propuso: La orda de zombies de The walking dead, que están en paz
eternamente, que no se pelean entre ellos, que no tienen impulsos más que el de
comer, que no tienen inclinación alguna más que a andar por ahí desprovistos de
deseo, de vida y de humanidad, desprovistos hasta de muerte y la angustia de
morir.
Decía Fernando Gonzáles que desde el final de la
metafísica no ha habido sino muerte, y si, tiene razón, pero es un poquito más
complicado. No ha habido nada después de la muerte, pero tampoco ha habido vida
como tal… sólo ha habido Deber y sujetos divagando sin sentido de por qué
vivir. No ha habido vida, sino simple automatismo. No ha habido muerte tampoco
pues sólo puede darse el lujo de morir y el honor de optar por la muerte aquel
que vive, aquel que sufre y desea, un sujeto con las inclinaciones que Kant
decididamente tachó junto con la moral religiosa. En ese orden de ideas, desde
el fin de la metafísica no ha habido sino no-muerte, almas en pena, cuerpos
autómatas que no pelean entre ellos, que carecen de los conflictos que mueven a
la sociedad misma y, sin embargo, son sujetos que no tienen más meta que
erradicar al otro con voracidad: la pura dialéctica que termina por consumir al
predicado, dejando puros nombres (zombies) vaciados de sentido, no-muertos pero
tampoco vivos. Al final no quedarían sino nombres, sujetos sin tener a qué
sujetarse, zombies sin tener nada más qué devorar… y silencio absoluto: paz perpetua.
Siempre me ha parecido curiosa la similitud entre el
paseo de las 5 de la tarde de Kant, que seguramente hacía por deber y jamás por
inclinación, y el caminar incesante de los Zombies. Heredaron el síntoma de su
padre, el automatismo para andar, un impulso por erradicar la vida y los
deseos, un amor al silencio, la desolación de un mundo en paz imperturbable y
el esbozo de añoranza de morirse algún día. La paz no existe entre los vivos.
Hay así múltiples esfuerzos a partir de 1900 por devolver
el ser al ser, lo humano al ser. Claro, podría traer ejemplos anteriores desde
una incipiente fenomenología, o las posturas de Nietzsche que se perdían en las
garras del mismísimo anticristo (su hermana) y el antisemitismo, o tradiciones
literarias y poéticas tanto más románticas, pero de los que hay que rescatar de
allí quizá sólo Nietzsche planteó algo más que la mera evidencia como indicio
de verdad. Ni qué decir de Augusto Comte.
El psicoanálisis, Freud, la pulsión, la fenomenología, la
discusión estructuralista entre primitivos y civilizados, los estudios
sociológicos... pero fue un impulso más académico que del espíritu de un
tiempo, de un pueblo o propiamente cultural: Dos guerras mundiales, armas de
destrucción masiva, propaganda medieval que insiste en que matar al otro es un
deber moral; posteriormente aparece el colmo de los predicados desprovistos de
nombre y de ser, los sujetos desprovistos de subjetividad y vueltos meros
objetos sin humanidad: los judíos erradicados a mitad de siglo sin piedad.
Ahora parecen querer reivindicar a todos los seres,
erradicar los supuestos automatismos y defienden a los animales, los humanizan
y fantasean acerca de la inteligencia artificial que puede tener conciencia de
sí y sentir. Ahora todos somos sujetos, así que todos se postulan como víctimas
maltratadas por algún Otro siempre escurridizo de determinar, pero siempre
presente para culpar. Ya no hay cruzadas ni erradicados, sólo atentados,
terrorismo y víctimas por donde se quiere mirar. ¡Y ay de aquel que tome
justicia por mano propia! Se vuelve victimario, el rostro de la agresora
perversión.
Tiene sentido el proyecto de Jean Allouch de postular la
psicología como una metafísica: algo del sentimiento se escapa al impulso
eléctrico, bioquímico, mesurable. Uno no se relaciona con el organismo del otro
tanto como con su cuerpo, por eso importa más la estética que la genética o la
salud para enamorarse de alguien más. El cuerpo en sentido estricto, no es
material; está en el borde del organismo, plegado como una lámina infinitamente
delgada recubriendo esta carne viviente entre su materialidad y la mirada y el
tacto de alguna curiosa. Puede ser un cuerpo, pero es más un agenciamiento que
una corporalidad. Es estrictamente incorporal, como las huellas que deja la historia
en el tacto pero no en la piel, como la memoria que es distinto a la marca en
el cerebro como tal.
Se entiende así el esfuerzo por devolverle la
espiritualidad al humano especialmente a partir de mayo del 68 y la infinidad
de voces escandalizadas que hablaban de un ser humano deshumanizado alrededor
de los 70’s y que aun ahora pueblan las redes sociales.
Martín Heidegger fue el único tan paciente como para
observar con cuidado y apuntar, no a la humanidad, sino al asunto de fondo; a
la ontología. Su ardua tarea de intentar señalar y resaltar el ser en el ser
que está, para poder pensar amainar la brecha entre el ser y el ente que dio
paso a aquella aniquilación, la brecha entre sujeto y predicado, entre nombre y
verbo, que ha sido el estandarte de tantas matanzas en nombre de la verdad
absolutizada. Heidegger no es un existencial, es un metafísico alemán que se
tomó el trabajo de señalar e intentar corregir la estupidez de hablar de un ser
que no es, de un ser que no está, de un ente humano que no deviene y que no
tiene ninguna humanidad, de seres que no se transforman y están recluidos en
una prisión formada entre el mundo de las ideas, el idealismo alemán, el
estructuralismo de principio de siglo y la medicina termodinámica del final del
la época victoriana, que no tuvo problema en decirle mentirosa a la histeria y
descartarla hacia la inexistencia sin lugar a dudas, sin espacio para ser en
una clínica psiquiátrica.
Trabajos citados
Heidegger,
M. ([1947] 2006). Carta sobre el Humanismo. Madrid: Alianza Editorial.
[Escrito: jueves 17/12/2015]
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