Introducción:
Este semestre me ha
ocupado una cuestión en especial: la pregunta por lo terapéutico. A lo largo de
este texto no sólo podré contarles cómo ha sido mi proceso en el abordaje de
esta pregunta, sino que también me propongo esbozar una respuesta coherente
ante mis urgencias y mis puntos de vista académicos, teóricos, epistémicos y
prácticos.
El hilo temático que propongo para recorrer este laberinto se
compone de cuatro problemas,
es decir, cuatro distribuciones de puntos relevantes que están
descentrados (Foucault, 1995 [1970], pág. 7), como un laberinto
sin más minotauro que uno mismo, y que siempre está en movimiento. Ellos son:
El problema de la psicoterapia,
el problema de la terapia y lo
terapéutico, el problema de qué
hace a una “buena” psicoterapia y
para concluir, un breve abordaje de lo que me he permitido llamar el problema
del “mutuo cuidado de sí”.
Les deseo una lectura amable.
Psicoterapia
La grata lectura de un didáctico y humorístico texto (tanto en
sentido hipocrático como en el de Suso o Padre de Familia, porque está mucho
más ácido que Sábados Felices) de Héctor Juan Fiorini con el título "¿Qué
hace una buena terapia psicoanalítica?" me han permitido alcanzar varias
conclusiones y retomar otras que ya había elaborado anteriormente.
Lo primero a traer a colación es una cita que reside en la primera
página del ya mencionado texto:
Una buena psicoterapia
es aquella que puede sostener un proceso terapéutico, un proceso de cambios, de
crecimientos, y enriquecimientos psíquicos, con influencias positivas en el
modo de estar en el mundo, en los vínculos, en los vínculos consigo mismo y con
los otros, en las acciones y en las producciones de cada uno.
(Fiorini, 2001, pág. 1)
Con esto, de entrada ha de quedar claro que, en cuanto terapeutas,
“tenemos que escuchar al paciente para que el paciente nos pueda guiar, él
también tiene que escucharnos para que nosotros podamos destacar a dónde
creemos que podría ir el tratamiento; el tema es un equipo trabajando y
negociando sus perspectivas […].” (pág. 4), de tal
manera que el principal modo de errar en una psicoterapia es no estar abierto a
las necesidades, demandas y deseos del paciente, no proporcionando un apoyo al
proceso de cambio que el paciente ha ido a buscar; siendo así, resulta vital
para la psicoterapia el “crear y cuidar la alianza terapéutica, que es la
disposición a trabajar juntos” (pág. 1).
Es para mí necesario unirme a la amplia, aguda y cómica protesta
que Fiorini realiza frente a los enfoques que -por diversos motivos- aumentan
su frecuencia modal entre la población conformada por los singulares
especímenes que practicamos las psicologías, las terapéuticas del alma y las
distintas formas psicoanalíticas. Esto se debe a que, después de todo, estas
elecciones teórico-metodológico-praxicas y clínicas no se hacen sólo por
afinidad, sino que también representan un modo de afrontar lo propio y la otredad,
representan la elección de una forma (más o menos exclusiva) de trabajar con
ciertos fenómenos, todo en búsqueda de la propia comodidad como psicólogos,
terapeutas o analistas…
Del anterior modo, no es difícil que un psicólogo o analista sea visto por su
paciente como un estafador al percibir su reaciedad a salir de su zona de
confort, reaciedad a contactarse con él del modo en que le propone o necesita,
refugiándose en la ortodoxia de la aplicación de la técnica... incluso a Lacan
lo han tratado de "estafador" y "macaneador" por este
motivo, y Mario Bunge no ha dudado en llamar al psicoanálisis como una mera
"brujería", pero también eso es respetable. Después de todo, la
mayoría de pacientes van buscando terapéuticas, no un análisis ni un mero
estudio de su personalidad.
Cada visión (o vicio-n) de la mente humana que destaque la moda de
las disciplinas Psi en alguna época específica servirá también
para establecer un patrón de modos de ser en ese espacio, encarnando una
entidad de control de las formas del alma, es decir, una policía cultural
cercana a la Orwelliana: La "Policía del Pensamiento" en 1984.
Quiero resaltar dos elementos más del texto: el primero es que,
para ser un texto sobre terapias psicoanalíticas, las referencias claramente
son de una orientación diversa y que me emociona profundamente compartir:
Deleuze, Guattari, Foucault, Morin, Ricoeur… de esto, arbitrariamente, reafirmo
la conclusión a la que ya había llegado anteriormente: la terapéutica ha de ser
pensada desde la filosofía (en sentido estricto, ahora no metan a Pablo Cohelo
en este parche) para no hacer de esta un simple adoctrinamiento ciego, una
creadora de escotomas. Así, creo que una buena terapia se puede lograr a través
de pensar la terapéutica como un concepto filosófico, no de verla como una mera
praxis, técnica o metodología.
Lo segundo hace referencia a la necesidad de apertura del
terapeuta a los distintos modos de salud que una persona pueda desear para sí,
o más específicamente, los distintos modos de ser que guste encarnar o
enfrentar ese sujeto o ese ser... Es que Fiorini a ratos pareciera ser
Heideggeriano. En todo caso, al menos la mitad de la relación terapéutica
necesita de la apertura del terapeuta a las dinámicas del paciente. Después de
todo, si bien el terapeuta ha de ser paciente con los síntomas y modos de
relación del paciente, también el paciente ha de ser paciente con los modos de
relacionarse y síntomas del terapeuta. Una buena terapia es la que el paciente
necesita para sostener su proceso, no la ejercida desde tal o cual perspectiva
y, en este sentido, el terapeuta es el que menos sabe entre ellos dos qué es lo
que el paciente necesita, qué fue a buscar, qué desea y qué demanda para su
propio proceso.
Terapia y lo terapéutico:
En esta línea de ideas, considero necesario afianzar y profundizar
el concepto de “terapia” trayendo a colación la etimología: viene del
griego therapeíā (θεραπεία) que
traduce “tratamiento”, siendo esta una aproximación medianamente decente
al manejo que Hipócrates hacía de este concepto en “Sobre las articulaciones”,
pero más especialmente en “Sobre fracturas” y en “Sobre la dieta en
enfermedades agudas”. Es una lástima para mí no tener a la mano los
mencionados fragmentos del Corpus
Hipocráticum en estos
momentos para hacer mayor ilustración de este, o del siguiente punto.
Hay otra acepción complementaria a la de “tratamiento” que la
traducción directa de Hipócrates no logra asir, pero que se encuentra
ampliamente considerada por Hipócrates: therapeíā
(θεραπεία) se trata también del cuidado que ha de tenerse frente una condición
específica en su tratamiento, es decir, para sostenerlo. Así, el tratamiento no
sólo es el fármaco (Pharmakón) con el
que se cura, sino también los cambios alimenticios, los hábitos que se
recomiendan para facilitar el tratamiento o para evitar más daños en el
organismo, hacer menos doloroso y acortar el período de recuperación entre
otros. Entonces, el cuidado de la therapeíā comprende mucho más que una
curación orgánica, a tal punto en que es un claro antecesor –bastante ignorado
por cierto– de la psicoeducación, pues es bien sabido que Hipócrates también se
valía de explicarles a las personas que trataba cómo funcionaba el cuerpo
humano para que ellos evitaran movimientos y alimentos que no les convenían en
su recuperación; de ahí surge la teoría de los Humores, como material
didáctico.
Cabe mencionar también que la aproximación que Sócrates hace a
través de su incómoda pregunta por el “ocuparse de sí” (que aprendió en el
ejército griego) guarda alguna relación con esta noción de cuidado, pero no con
la de tratamiento; mientras que la distinción que hace en el diálogo Cármides, diferenciando entre los fármacos
(pharmakón) y los conjuros (ensalmos, rezos o epodé), es decir, las
palabras que se le dicen a una persona y que hacen que también su alma
descanse. Este es el primer registro conceptualizado de la implementación a
conciencia de lo que podríamos llamar una “psicoterapia verbal”, guardando
relación directa con la noción de tratamiento, pero no con la de cuidado.
La anterior concepción amplia de cuidado resulta vital en mi modo
particular de concebir las terapéuticas psicológicas: únicamente sería
coherente ostentar ese nombre si la labor psicológica está orientada
explícitamente a una terapéutica, es decir, a que el sujeto desarrolle y afine
su capacidad de cuidar de sí.
Siendo así, las concepciones clínicas de la psicología orientadas
exclusivamente a la adaptación del sujeto a un entorno específico no serían
terapéuticas, como tampoco lo serían las prácticas psicológicas que propenden
por el buen funcionamiento de un sistema o una institución, ni las metafísicas
fantasmáticas que pretenden sintomatologizar la “verdad” para ofrecer una
lectura de esta como una mera cadena de signos. Lo anterior no significa que no
puedan llevarse a cabo acciones terapéuticas desde estas visiones, sólo
pretendo aclarar que sus pretensiones y metodologías no se orientan hacia lo
terapéutico como tal.
Siendo así, seré gustosamente cruel con algún Lacan y traeré a un
Foucault enardecido tras la lectura de Lógica
del sentido y Diferencia y repetición, ambos
de Guilles Deleuze. Enérgicamente, afirma Michel Foucault en Theatrum Philosophicum: “En
cualquier caso, es inútil ir a buscar detrás del fantasma una verdad más cierta
que él mismo y que sería como el signo confuso (inútil es, pues, el «sintomatologizarlo»" (Foucault, 1995 [1970], págs.
12-13).
Que un proceso analítico ortodoxo o una lectura psicoanalítica tenga efectos
terapéuticos no hace de ellos terapéuticas, pues su descuido del otro y la
huída de la relación que emprenden algunos analistas desemboca en una
transferencia glaciar y desinterezada, que dice ser llevada a cabo en aras del
enfoque al texto y en alianza con un afán de “verdad” que supuestamente se
ubica velada tras el fantasma; de modo que dicho descuido no se hace a favor
del cuidado del sujeto que sufre, demanda, necesita, desea y vive, aun cuando
es posible que dicho sujeto aprenda a cuidarse justamente a raíz de eso.
No dejaré pasar esto impune: En alguna ocasión Lacan dice concebir
al psicoanálisis como una perversión (père-version), pero quizá a
algunos han llegado perversamente demasiado lejos en esta concepción al estar
tan empeñados en la lectura del texto, dejando de lado al sujeto que sufre
junto a ellos, en el diván, y que empujan despiadadamente fuera de este pasados
8 minutos, sin que esto afecte siquiera sus honorarios, o a su Superyó. Anoto
que uno siempre podría encontrar una verdad tras las palabras, o "La
Verdad" si se quiere, tal como se puede delirar, ficcionar y fantasear
infinitamente en la nebulosa, o masturbarse con lo turbio, oscuro y difuso que
ofrecen las palabras complicadas al ser usadas innecesariamente para parecer
inteligente, para disfrazarse y confundir... ¿Será a esto a lo que se le llama
"ortodoxia"?
Sin embargo, cabe aclarar que la visión del sujeto como un sujeto
del lenguaje ha brindado muchas herramientas para la interpretación y lecturas
bastante útiles, pero al llegar a los límites de esa construcción nos
encontramos con una tautología estéril en el lenguaje que parte de la
delimitación freudiana de las condiciones de posibilidad ontológicas e
interpretativas en el Psicoanálisis, límites que son vueltos lingüistería en el
Campo Lacaniano; punto en el que profundiza con gran claridad Collet Soler en El en-cuerpo del sujeto. Suficiente
para las orto-doxias demagógicas; no quiero hablar de uribismos estando ad
portas de las elecciones presidenciales... sería como sospecharse un
cáncer agresivo durante las vísperas de año nuevo, o temer la cirrosis en pleno
diciembre.
De igual manera, ciertos grados de fenomenologización tampoco van
alineados con una concepción terapéutica en cuanto optan por otro
desplazamiento fantasmático: “inútil es también anudarlos [los fantasmas y
las fantasías] según figuras estables y constituir núcleos sólidos
de convergencia a los que podríamos aportar, como a objetos idénticos a sí
mismos, todos estos ángulos, destellos, películas, vapores (nada de «fenomenologización»)” (pág. 13).
De este modo, a todo lo que habita en la fantasía se le da una
especie de materialidad indudable... un ejemplo de esto es que los
fenomenólogos optan por no decir "he estado temiendo que me pase algo al
salir de terapia" sino "siento que me atropellará un automovil al
salir de aquí"; o no decir "me siento triste", sino "soy
tristeza", siendo estos movimientos propios de las psicologías
fenomenológicas. Llegados a este punto, no es posible poner en cuestión ni
contrastar lo que un sujeto vive, siente o fantasea, sino que se da por
sentado, como una verdad en sí misma, se le da una materialidad indudable por
ser una experiencia. La "Zona intermedia" o la "Zona de la
fantasía" de Winnicott no es intermedia, sino que se convierte en una realidad
aparentemente indudable.
Partiendo de esto, se explica por qué, en vez de buscar generar
las condiciones para el cuidado de sí en estas posturas, se da un movimiento
epistemológico circular que termina por afirmar y reafirmar con certeza la
fantasía con el grosor de una ontología materialista tan tautológica y estéril
como las de algunos psicoanálisis. La fenomenología es también una doctrina.
Si no hay algún tipo de contención en la subjetividad del
terapeuta, es decir, si no hay una posición terapéutica en alguna medida, aun
cuando las acciones que se lleven a cabo tengan algún efecto terapéutico, el
dispositivo desde el que se opera no será terapéutico. Así mismo, como la
fantasía se hace sólida en la ontología fenomenológica, no hay posibilidad de
ponerla en cuestión, ni siquiera de someterla al diálogo o compartirla en el
encuentro con el otro. Por el contrario, se hace una cosa-en-sí (Sartre)
materializada por una conciencia, y el sujeto se vuelve una suerte de
individuo, un solipsismo arrojado al mundo sin posibilidad de
vínculo, relación o sujetación.
La postura fenomenológica en Husserl se compone de tres vías: la
vía filosófica, la ontológica y la metodológica. Ninguna de las tres se asemeja
a una posición terapéutica, pues la filosófica se ocupa de los planteamientos
acerca de qué es la experiencia, la ontológica se ocupa de la relación de la
conciencia con el mundo-de-la-vida (lebenswelt) y la metodológica se
hace cargo de estudiar el método mediante el cual la consciencia capta los
fenómenos y el modo a través del cual eso puede ser estudiado. Dicho de otra
manera, la posición fenomenológica es un estilo de vida, no un estilo
terapéutico visto desde lo teórico; mientras que en lo práctico, no dista de
hablar con un amigo con suficiente conocimiento de lingüística para hablar
tautológicamente.
Por consiguiente, las posturas fenomenológicas más ortodoxas
tampoco tienen un espacio de acercamiento al otro, sino que viven un movimiento
de ida y vuelta permanente que vaga entre el sentir la experiencia y el
experimentarla, sin brindarle a un sujeto herramienta alguna para enfrentar sus
angustias o su sufrimiento, ni velando por mantener y alimentar la relación
terapéutica que servirá para dar soporte a un proceso satisfactorio; es decir,
los dos implicados en el espacio "terapéutico" terminan constituyendo
dos electrones que divagan infinitamente al rededor de una misma situación,
pero nunca se encuentran. Un terapeuta puede ser entonces de corte existencial
y tomaría por nombre "psicoterapeuta", pero no podría ser de corte
fenomenológico si se desmenuza este concepto con juicio.
En un caso aparte a los dos anteriores, Fiorini parece percatarse
del asunto del cuidado con prontitud, pues lo anuncia en negrillas en la
primera página cuando resalta, como cité anteriormente, la importancia de “crear
y cuidar la alianza terapéutica, que es la disposición a trabajar
juntos” (Fiorini, 2001, pág. 1). Siendo así,
propongo que es el cuidado de la relación terapéutica (más allá de si es
alianza, proceso empático, “raport”,
vínculo, relación objetal, relación con el objeto o algún otro tipo de relación
a nivel ontológico y epistemológico) lo que brinda las condiciones adecuadas
para que un sujeto, sea sujeto-terapeuta o sujeto-paciente, desarrolle su
capacidad de cuidar de sí en aspectos hasta entonces descuidados.
Pienso entonces que, como cada sujeto se pone en la relación
terapéutica (y ciertamente también se pone en juego y en cuestión), el cuidar
esta relación implica no sólo cuidarse a sí mismo, sino también cuidar del otro
implicado en esta sin importar que sea paciente o terapeuta. En esto consiste
el sostener la relación para que se dé un proceso terapéutico, aclarando que
tanto el paciente como el terapeuta lo viven... es decir, el terapeuta también
va a terapia cuando hace terapia y cuida de la relación, de sí mismo y de su
paciente en esta. Dice Joan Coderch en "La relación paciente-terapeuta":
En cada proceso
psicoanalítico el analista ha de percibir su manera de organizar el campo con un
determinado paciente, lo cual le permitirá descubrir sus preconcepciones,
modificarlas, enriquecerlas y dejar de estar encadenado por ellas. Por eso, con
razón decimos que en cada análisis el analista, si «cura» al paciente, también se «cura» a
si mismo.
(Coderch, 2001, pág. 234)
¿Qué hace a una "buena" psicoterapia?
Partiendo de todo lo anterior, una "buena" psicoterapia
sería aquella en la cual un paciente y un terapeuta pueden sostener sus
procesos de cuidar de sí y los movimientos que ello conlleva; es por eso que
dicha terapéutica ha de enmarcarse en la relación de estos dos sujetos y sus
respectivos túneles,
siendo esta relación en cada ocasión un sentido-acontecimiento en infinitivo,
un “relacionar” dado siempre en
presente, eternamente múltiple, descentrado, repetitivo en perpetua diferencia.
Me permito entonces traer con mayor amplitud esta metáfora del
túnel:
[…] y que en
todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que
había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida. Y en uno de esos
trozos transparentes del muro de piedra yo había visto a esta muchacha y había
creído ingenuamente que venía por otro túnel paralelo al mío, cuando en
realidad pertenecía al ancho mundo, al mundo sin límites de los que no viven en
túneles; y quizá se había acercado por curiosidad a una de mis extrañas
ventanas y había entrevisto el espectáculo de mi insalvable soledad, o le había
intrigado el lenguaje mudo, la clave de mi cuadro. Y entonces, mientras yo
avanzaba siempre por mi pasadizo, ella vivía afuera su vida normal, la vida
agitada que llevan esas gentes que viven afuera, esa vida curiosa y absurda en
que hay bailes y fiestas y alegría y frivolidad. Y a veces sucedía que cuando
yo pasaba frente a una de mis ventanas ella estaba esperándome muda y ansiosa
(¿por qué esperándome? ¿y por qué muda y ansiosa?); pero a veces sucedía que
ella no llegaba a tiempo o se olvidaba de este pobre ser encajonado, y entonces
yo, con la cara apretada contra el muro de vidrio, la veía a lo lejos sonreír o
bailar despreocupadamente o, lo que era peor, no la veía en absoluto y la
imaginaba en lugares inaccesibles o torpes. Y entonces sentía que mi destino
era infinitamente más solitario que lo que había imaginado.
Ernesto Sábato – El Túnel
La metáfora que he traído a esta elaboración es adrede
fantasmática y aconteciente pues son estas dos series –la de la fantasía y
la del acontecimiento– las que urge introducir para la conceptualización
de “lo terapéutico”. Me explico: no se puede desarrollar una terapéutica
subjetiva sin los acontecimientos y los fantasmas o fantasías del sujeto.
En la conceptualización que hace Deleuze y que Foucault retoma con
juicio en varios de sus textos a partir de 1969 en Ariadna se ha colgado y en el 70 con Theatrum Philosophicum, se hace claridad de la importancia de estos
dos aspectos, áreas o series en la subjetividad y la relación que tienen con el
sentido. Al virar la lupa hacia
ellos, notamos tanto que ha habido varias disciplinas que se han propuesto su
estudio, como que el estudio de ambos es inabordable mediante las vías con las
que contamos desde la modernidad.
Me ocuparé primero de las disciplinas que han intentado abordar la
subjetividad, punto del cual pueden encontrar ámplia referencia en Theatrum Philosoficum: a partir de la
modernidad, las áreas del saber que se han ocupado del estudio de la fantasía y
el acontecimiento humano han sido La Ciencia, el psicoanálisis, la
fenomenología y la historia, cada uno con distintos resultados y consecuencias.
En el caso de La Ciencia, se ha optado por hacer de la fantasía y del acontecer
humano una cifra, cuantificarlo para poder hacerlo estadística, de modo que
ambos –junto con la subjetividad humana puesta como “objeto de estudio”– han quedado vueltos un atributo (Foucault, 1995 [1970], págs.
14-15)
en una tabla de Excel, cristalizando en una generalización el sentido que todo ello pueda tener para
un sujeto.
En lo que tiene que ver con el psicoanálisis, buena parte de la
fantasía ha quedado vuelta proyección, o fantasma lacaniano en el peor de los
casos, mientras que la repetición propia del acontecimiento se ha convertido en
la compulsión a la repetición del síntoma. De esta manera, termina replegando
estos elementos subjetivos hacia la materialidad de las conductas de cuya
génesis de ocupa tan fieramente esta disciplina, a la par con los procesos de
veredicción edípica y preedípica que algunos analistas hacen tal salvajemente.
Se entiende lo álgido de la política en la cocina psicoanalítica y
sus distintas iglesias, como también es comprensible por qué se les suele leer
como deterministas (aun cuando pocos lo son), y es porque el sujeto que
proponen está poco menos que condenado a una misma fantasía y una misma
repetición, aprisionando el sentido
dentro del síntoma, sintomatologizándolo y dirigiendo su búsqueda hacia la
cadena de signos impávidos que el psicoanálisis lingüistero ha pretendido
develar, descuidando el sentido que el
sujeto propiamente le da desde su vivencia, el sentido que reside en el
acontecimiento en cuanto tal.
En el caso de la fenomenología, del cual nos ocupamos
anteriormente, queda claro que en la tautología que proponen se repliegan,
tanto la fantasía como el acontecimiento y su repetición, hacia una especie de
materialismo que todo se vuelve incuestionable sólo porque el sujeto así lo
siente, o así lo vive. En el caso del sentido queda encerrado en esa
incuestionabilidad dogmática, impidiendo el movimiento dialógico en el ámbito
terapéutico que posibilite el insight,
el darse cuenta o el paso de lo inconsciente a la consciencia…
es algo cercano a la actitud de un infante diciendo “es así porque yo lo digo”,
sin mayor argumento que este, forjando así “una
gramática de la primera persona, una metafísica de la conciencia” (pág. 15).
En la tradición fenomenológica, los casos más diversos en este
sentido son Sartre y Merleau-Ponty. El primero declara que el sentido precede
al acontecimiento, y el segundo que el sentido común de la cosa anticipa al
acontecimiento. “O bien el gato que, con
buen sentido precede a la sonrisa; o bien el sentido común de la sonrisa, que
anticipa al gato. O bien Sartre, o bien Merleau-Ponty. El sentido, para ambos,
no estaba nunca a la hora del acontecimiento” (pág. 15). Y Posteriormente,
Foucault concluye que “con el pretexto de
que sólo hay significación para la conciencia, [la fenomenología] coloca el acontecimiento afuera y delante, o
dentro y después, situándolo siempre en relación con el círculo del yo”.
En el caso de la historia, y específicamente la filosofía de la
historia, “con el pretexto de que sólo
hay acontecimiento en el tiempo, dibuja en su identidad y lo somete a un orden
bien centrado” (pág. 16):
En cuanto a la filosofía de la historia, encierra el
acontecimiento en el ciclo del tiempo; su error es gramatical; convierte el
presente en una figura encuadrada por el futuro y el pasado; el presente es el
anterior futuro que ya se dibujaba en su forma misma, y que es el pasado por
llegar que conserva la identidad de su contenido.
(pág. 15)
Así pues, el único modo de dar lugar al terreno de inmanencia y
devenir propio para llevar a cabo una terapéutica del alma en un modo coherente
sería justamente darle cabida las series del acontecimiento y del fantasma en
cuanto tal, sin replegarlas o desplazarlas hacia alguna dirección, permitiendo
así una apertura suficiente a los modos de acontecer de un consultante. ¿Qué
cuidado de sí podría darse si el sentido, el acontecimiento y el fantasma a los
que estamos sujetos se encuentran encarcelados en alguna prisión modernista
teórico-práxica que no permite su devenir? ¿Qué transformación sustancial
podría darse en un proceso terapéutico cuando las mismas áreas de la vivencia
humana se encuentran transubstanciadas en materias que le son ajenas y aprisionantes?
Hago esta denuncia no sólo para alentar la reflexión acerca de
estos constructos, sino también para alertar acerca de la similitud que
mantienen con la dicotomía platonista y judeo-cristiana entre el alma y el
cuerpo como prisión de esta. Se entenderá por qué, como se le atribuye decir a
Fernando González Ochoa, “Desde que el hombre abandonó la metafísica no hay
sino muerte” (Colectivo Teatral Matacandelas, 2001, pág. 15), ya que
la sustancia propia de estos elementos son una metafísica con la que no
contamos desde tiempos ya antiguos, metafísica que se liquidó al final de la
edad media y no se ha re-pensado con claridad en occidente hasta ahora.
Queda claro por qué las disciplinas y ciencias modernas que
intentaron ocuparse de la subjetividad humana no pudieron hacer mayor
profundización, pues no contaban con la metafísica propia para abordarlos. Sin
dicha metafísica, la desintegración del sentido al orientarlo hacia una
teleología es un peligro constante tras la segunda guerra mundial, tanto en la
relación terapéutica y en la labor psicológica en general como en la vida
diaria.
Dicha teleología ha ido asociada con la falta de interpretación
fenomenológica, y con la sobreinterpretación del fantasma y del acontecimiento
a través de las determinaciones bioquímicas, psicológicas, sociológicas,
antropológicas, históricas, medio ambientales o genéticas, o incluso la burda
extracción de ambos en algunas perspectivas, en ambos casos dado en aras de
compensar la falta de una metafísica con qué leerlos más cómodamente.
Cuando se extrae el acontecimiento, se ocasiona la concepción de
un sujeto condenado a sí, que no se transforma ni deviene y que, si por el
contrario, si se transforma, se le categoriza como lábil y enfermo mentalmente.
Cuando se extrae el fantasma se da origen a la eliminación del campo de la
fantasía como forma y contenido de importancia en el ámbito psicológico,
llegando a su patologización cuando se ensueña más de la cuenta. Es pues fácil
ver qué psicologías han seguido este camino. Y finalmente, cuando se extraen
ambos… bueno, queda un conductismo tradicional radical.
El proceso de extracción del acontecimiento y de la fantasía, o de
su patologización, llevan a las concepciones mutiladas de subjetividad que
estos modelos psicológicos pueden concebir al poner la mira teleológica en la
normalidad, determinado ahí el sentido. Dicho de otra manera, si el objetivo
“terapéutico” es adaptar a un sujeto, hacer de un ser humano “enfermo” un ser
humano “normal”, el único sentido que es posible concebir se da allí, en el
proceso de adaptación entre las dicotomías salud-enfermedad y
normalidad-anormalidad.
Así, estas perspectivas más tradicionales terminaron por afirmar
que tanto los delirios del esquizofrénico, como sus alucinaciones y el
contenido onírico de una persona “normal” son tan sólo impulsos dados al azar,
imágenes que el cerebro crea sin sentido alguno y que no tienen importancia.
Como los productos subjetivos son considerados desviaciones o nimiedades sin
importancia, a mi juicio resulta imposible concebir la gestar un espacio de
mutuo apoyo en que sea posible cuidar de sí en este tipo de perspectivas
psicológicas, que no considero terapéuticas por consiguiente.
Así, prosigo a pensar entonces qué es aquello que haría buena a
una psicoterapia.
¿De qué modo darle cabida al sentido, al acontecimiento y al
fantasma en la relación terapéutica? Quizá lo más importante sea que justamente
el terapeuta de la pauta para esto en la medida en que se dé cabida a sí mismo,
a su condición de sujeto y a su subjetividad en cuanto tal y de manera
consciente, en el espacio terapéutico. Se comprende entonces por qué, entre los
abordajes de la subjetividad que esbocé anteriormente, sea el fenomenológico el
que más se acerca a la tarea terapéutica, sin constituirse en una formalmente.
Este planteamiento significaría llevar al terapeuta a compartir,
de modo dialógico pero con su posición terapéutica clara, aquello que inunda
sus sentidos. Conlleva a la desmitificación de su figura, a no ubicarse como un
ser perfecto, ni como un saber, evitar postularse como un ser superior o mejor
en cualquier sentido que su paciente, sino mostrarse igualmente castrado con
espontaneidad, como conlleva su condición humana. Esto invita al terapeuta a
ubicarse como sujeto, al igual que el consultante, para la construcción de una
relación terapéutica con miras a la alianza que soporte el proceso de cuidar de
sí de ambos sujetos.
Siendo así, sólo las posiciones radicalmente ortodoxas en las
psicologías positivistas, fenomenológicas, historicistas, sociologisistas y
psicoanalíticas, como los psicoanálisis radicalmente ortodoxos, carecen –en
teoría– de acciones terapéuticas… pero estas acciones suelen suceder cuando, en
la práctica, algo hace emerger la subjetividad del psicólogo, del clínico o del
analista y lo pone en evidencia como sujeto, sea a través de un accidente, de
un acto fallido, de un juicio de valor, de alguna corriente emocional intensa,
de alguna pasión desbordada, de algún acto maternal o paternal algo que no
logró poner freno, entre otros.
Curiosamente, son justo esos momentos los que recuerdan con mayor
intensidad los consultantes y que, en muchas ocasiones, son el punto de
inflexión del proceso mismo: el instante en que descubren que el sujeto que los
ha estado escuchando también es humano. Puedo enmarcar aquí un comentario de
Lacan en el seminario I: “La verdad es el error que escapa del engaño y se
alcanza a partir de un malentendido” (Lacan, 1953). Puedo decir con certeza que
incluso en las relaciones más acartonadas, de pone en inter-juego la
subjetividad de todos los implicados.
En otra ocasión en que disponga de más tiempo me ocuparé de modo
formal y más ampliamente del asunto del sentido, el fantasma y los
acontecimientos pues el motivo de este texto va alrededor de lo terapéutico y
qué hace una buena psicoterapia, no de las condiciones epistemológicas que
puedan sustentar esto, pues se trata de un tema sumamente arduo y dispendioso,
pero muy interesante.
Conclusión: mutuo cuidado de sí
En este orden de ideas, es necesario aclarar que el proceso de
aprender a cuidar de sí es largo y difícil, pero una vez se instaura el deseo
por hacerlo, se vuelve una herramienta útil a la hora de afrontar los tiempos
más difíciles y angustiantes. Siendo de ese modo, no es sensato esperar con
carácter de pronóstico o post-dicción, que un sujeto aprenda a cuidar de sí
satisfactoriamente para sí mismo en un tiempo corto, pero si existe el deseo
por el cuidado de sí entonces la “relación terapéutica” podrá tornarse en una
alianza en la que se viva aquel “relacionar” en perpetuo infinitivo y gustosa
repetición, una alianza por el cuidado de sí. Creo que así podría haber un
mejor fundamento para hacer pronósticos aun más prometedores en este sentido,
pero no a un plazo determinado, sino aquel que el sujeto-paciente disponga para
sí enmarcado en esa relación.
Quizá eso sea lo más difícil de comprender en un proceso
terapéutico tanto en el lugar de consultante como de terapeuta: que el túnel
oscuro y solitario en el que se está inmerso es el propio túnel, pero que es en
este donde se está, donde está el sentido, el camino a tomar, los
acontecimientos a recordar y repetir en serie descentrada junto con las
herramientas a emplear en su perpetua transformación; que este túnel es uno
mismo, que es más sensato aprender a cuidar de él porque ese túnel, este
cuerpo, es lo único que tenemos para vivir; que este se ilumina cuando
aprendemos a escucharlo y se hace amoroso cuando decidimos amarlo.
Se entiende entonces por qué se necesita amor para aprender a
amarse, y por qué se necesita de alguien dispuesto a cuidar de uno para
aprender a cuidarse. En ese sentido, lo terapéutico no es sólo el cuidado con
el que un terapeuta se relacione con un sujeto, ni es una técnica, una tecnología
o una metodología, sino la mutua disposición a soportarse y a
cuidarse mutuamente, aun sumergidos en la diferencia de sentidos de dos túneles
dispares. ¿Cómo aprendería un sujeto-paciente a cuidar de sí sino siendo
cuidado por un sujeto-terapeuta y, al mismo tiempo, cuidando de él? Más aun,
¿cómo podría el sujeto-paciente aprender a cuidar de sí cuando el
sujeto-terapeuta se hace elusivo adrede en cuanto sujeto de quién cuidar y con
quién relacionarse?
Por lo tanto, para mí, una “buena” psicoterapia es aquella que
soporta el proceso de aprender a cuidar de sí en la medida en que en esta se
dan acciones psicoterapéuticas, que son, necesariamente, formas de implicar la
subjetividad (llevadas éticamente, con claridad y responsabilidad) en pro del cuidado
de los sujetos implicados; dicho en otras palabras, son acciones que van
dirigidas hacia el cuidado de la relación terapéutica, del relacionarse una y
otra vez aliados con el objetivo del mutuo cuidado.
Trabajos
citados
Coderch, J. (2001). La
relación paciente-terapeuta. El campo del psicoanálisis y la psicoterapia
psicoanalítica. Barcelona: Ediciones Paidós.
Colectivo Teatral Matacandelas. (2001).
Fernando González: Velada Metafísica. Medellín: Tragaluz editores S.A.
Fiorini, H. J. (2001). Qué hace a una
buena psicoterapia psicoanalítica. En R. Bernardi, J. H. Elizalde, & D.
Defey, Psicoanálisis, Focos y Aperturas. (págs. 1-8). Montevideo:
Ágora.
Foucault, M. (1995 [1970]). Theatrum
Philosophicum. Barcelona: Anagrama.